La psicología de los personajes en la composición de planos en Ida de Pawel Pawlikowski

Pawel Pawlikowski se decanta por planos imposibles, aparentemente desencuadrados, que buscan focalizar la mirada del espectador en lo que en ese momento es importante. Se trata de un viaje a la angustia y al horror de una joven que debe conocer su pasado, en el que la imagen trabaja como un grito desde lo más profundo de los personajes. Es un film que no dejará a nadie indiferente y más aún si se tiene en cuenta este pequeño trabajo estético totalmente psicológico que nos ayuda a entender más la experiencia y el sentir de nuestros personajes.

Ida de Pawel Pawlikowski es una película que presenta una unión muy interesante entre el guión y la composición de planos en relación con el ahogo existencial y la búsqueda de identidad. Podemos observar esto no solo teniendo en cuenta el tema que trata la película: una novicia que está a punto de ofrecer sus votos, sino también fijando nuestra atención en el punto de vista de la composición de planos.

Si en el anterior post hablábamos de Godard y su tratamiento de la imagen en lo referente al movimiento interno de los planos, en Ida lo que encontramos es una relación genial entre el trabajo de guión, la expresión y el sentimiento, y la composición de planos, haciendo especial hincapié en el ritmo de los sentimientos de los personajes. 

Este film en blanco y negro, ganador del Oscar a mejor película de habla no inglesa en 2015, comienza con una escena en la que Anna, la protagonista, se está quitando un velo de la cabeza, destapando su cabello que una voz en off nos aclara que es de color rojo. A partir de este momento no dejaremos de ver a Anna con el pelo de ese intenso color pese a que la película está filmada en blanco y negro. Pawlikowski nos introduce en la psicología de Anna directamente, creando un punto de unión entre la muchacha, su cabello, la imagen, la palabra y el espectador.

A través de varios dilemas el director plantea dudas a la joven novicia: la ausencia de Dios en la vida de los padres, la existencia del amor en otros lugares, la vida bohemia y promiscua de su tía… Estas cuestiones existenciales se nos revelan en el plano del guión con personajes perfectamente articulados, pero también en el plano de la fotografía.

Si Anna duda, la imagen también lo hace. Los planos se mueven como sienten los personajes. Son pequeñas ventanas perfectamente articuladas que nos ayudan entender no sólo la superficie de la historia sino los sentimientos más hondos de la protagonista. Son destacables aquellos planos en los que se utilizan espejos para reflejar el rostro de la protagonista, apelando directamente a la búsqueda incesante de identidad, o aquellos en los que se nos muestra una Anna muy pequeña, planos con encuadres extraños y mucho aire a los lados,  acorde a la duda  y a la decisión que debe tomar unido a los sentimientos con los que debe enfrentarse a través de su fe.

Pawlikowski consigue crear una atmósfera angustiosa en esos momentos introduciendo en los bordes grandes cantidades de aire o a través del uso de objetos en primeros planos encuadrando y empequeñeciendo a los de atrás.

    

Hay dos escenas que reflejan perfectamente dicha unión de planos con la psicología propia de cada personaje. La primera de ellas tiene que ver con el amor. Anna se enamora de Lis, un joven saxofonista (el sonido de este instrumento está ligado con la sensualidad en muchas películas). Anna comienza a plantearse un acercamiento al chico y la posibilidad de emprender un camino juntos. Pawlikowski nos presenta entonces un plano simétrico. La perfección, el símbolo de la pureza y la armonía tiene que estar unido a la simetría. Así pues, Anna se encuentra sentada a la derecha de Lis, sobre un fondo de acero con distintas formas geométricas. El fondo tiene barrotes, unos barrotes que recuerdan a los de la cárcel, una prisión para Anna que se encuentra encerrada en medio de dos fuerzas que chocan. La vida dedicada a Dios, o la vida en pareja con Lis, un amor con rostro y figura. La evolución de Anna aparece bien marcada en las escenas con Lis. Al principio se nos presenta con un uniforme de novicia, propio para dar los votos, pero conforme la relación avanza, y Anna conoce más sobre su pasado, ella deja de lado el velo y el hábito y acoge el vestido y los tacones. Pawlikowski plantea una escena en la que ella se pone los tacones por pimera vez. Anna comienza a andar pero es torpe, igual que una niña pequeña que se pone por primera vez los tacones, como si ella comenzara a andar por la vida. 

Todo esto ayuda a entender mejor en qué posición se encuentra Anna, con una sutileza formidable en el tratamiento de los planos. Ida apuesta por una estética inusual de planos imposibles, que se asemeja a la no comprensión en ocasiones de los propios sentimientos humanos.

 

 

La segunda escena a analizar corresponde a  Wanda, la tía de la protagonista. Ella también se ve envuelta en un flujo incesante de complejos y frustraciones, y el conocimiento de la fortaleza de la fe de Anna, le hace ser consciente de los tumbos que ha dado durante su vida. Aquí la escena se resuelve de una manera sublime: La cámara se encuentra en el fondo del salón enfocando en dirección a una ventana. Nuestro personaje está intranquilo, viene y va, sale y entra de los planos, dejándonos muchas veces a solas con un plano del salón y la ventana. En un momento, sin previo aviso, nuestro personaje entra en escena y se dirige a la ventana. En el instante en el que ella se tira, la cámara se mueve ligeramente hacia arriba, la semejanza está hecha. Wanda necesita una redención, una salvación, un movimiento hacia arriba y unión con Dios promovida tras las conversaciones con Anna, sin embargo sabe que debe bajar para subir.

La cámara sigue el movimiento contrario al de este personaje porque antecede el siguiente acto, el de la ascensión y, por tanto, su consiguiente redención.

 

 

Pawel Pawlikowski se decanta por planos aparentemente desencuadrados que buscan focalizar la mirada del espectador en lo que es importante en cada momento. Se trata de un viaje a la angustia y al horror de una joven que debe conocer su pasado, en el que la imagen trabaja como un grito desde lo más profundo de los personajes. Es un film que no dejará indiferente a nadie y más aún si se tiene en cuenta este trabajo estético y totalmente psicológico que nos ayuda a entender más la experiencia y el sentir de nuestros personajes.

Hay que resaltar en esta obra el trabajo de Lukasz Zal  que viene a impresionarnos con un blanco y negro iluminado al estilo Bergman. No es de extrañar, ya que Lukasz Zal siempre estuvo impresionado por el aire existencialista que el director de fotografía de las películas de Ingmar Bergman impregnó en sus películas, y por el uso perfecto del formato académico 1,33:1, utilizado en la edad de oro de Hollywood, destacando por su perfección y sus ventajas compositoras frente al resto.

Ida es una opción arriesgada por inusual y radical pero que se antoja natural y lógica al introducirnos de lleno y de manera incómoda en un mundo que la protagonista todavía no está preparada para afrontar.

 

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